domingo, 4 de octubre de 2009

Cuento.





Nervios de domingo para el pibe.


El barrio entero le palmea la espalda, y lo despide orgulloso, como al hijo pródigo que abandona el nido.

Vuela el morocho. Recorre a los saltos, en puntas de pie, la alfombra no tan verde, confirmando –por si hiciese falta- que ese es su lugar en el mundo.

Y delira la multitud. Corea su nombre una y otra vez, exigiendo su continuidad, suplicando un changüí de alegría, de la alegría que da ver al ídolo con los gloriosos colores envolviéndole el cuerpo entero.

Las cámaras de la TV muestran a un pelado de barba larga, enajenado, gritando desde el alambrado que nunca jamás lo olvidará.

Se trata de resistir. Porque, está bien, el tipo se resigna ante el robo de la joya. Grita y patalea, pero finalmente sabe que alguien la tiene más larga, y en consecuencia manda, porque así está dada la mano en este mundo de mierda.

Pero resiste haciéndose dueño de su corazón. No negocia sus recuerdos, sus sentimientos. Porque ahí, ahí nadie se mete.

El fútbol se ha convertido en un reality show monitoreado las 24hs. Desde otro ángulo, mientras la cámara uno se queda con el pelado, otra cámara enfoca a tres tipos de finos trajes italianos y maletines de cuero negro. Ocupan las butacas del palco oficial, y muestran la seguridad de quien tiene todo planeado. Llevan consigo el dinero que ocupará el lugar vacío que deja el ídolo (como si eso fuera posible). Viene, lisa y llanamente, a llevárselo.

La joven promesa, ya casi convertida en realidad, abre los ojos como el dos de oro ante la moneda extranjera, las luces de la noche y las señoritas de vida licenciada. El ídolo se obnubila, se baña en halagos y saborea las mieles.

Familiares y amigos ocupan las tribunas, porque ellos también despiden al ídolo, que antes de ser ídolo fue hijo, nieto, sobrino y hermano.

Brilla el sol y llueven papelitos. Mira al cielo, levanta los brazos y cierra los ojos…

Su mirada se pierde en el vaivén de tres hielos que enfrían su whisky de cada tarde, en el bar del Polaco. El sol ni pinta por el barrio, y llueve, pero ya no más papelitos.

Sentado en la mesa de siempre, junto a la ventana que da al Banco, alterna entre risas y gestos de rencor cuando ve pasar algún cajetilla trajeado.

Se va cansando de contar historias, de relatar una y otra vez aquel domingo de noviembre, hace ya 30 años.

Se muestra fastidioso, pero se siente viejo y olvidado cuando el día va dejando paso a la noche y ningún pibito de esos que andan por el barrio, lo mira con admiración y suplica: “Chango, Chango, ¿qué pasó aquél domingo?”

El ídolo sabe que el nene ya conoce la historia, pero toma aire, se acomoda en la silla de madera, vacía el vaso de un saque y arranca de nuevo.

El cigarro que prendió se consume mientras cuenta, otra vez, aquella historia de un domingo de noviembre, cuando era ídolo, cuando coreaban su nombre, cuando lo despedían, cuando jugaba su último partido en el club, cuando se iba a Europa…

Aquella historia de un domingo de noviembre en la que llovían papelitos, miró al cielo, levantó los brazos y cerró los ojos.

Aquella historia de un domingo de noviembre en la que no llegó a abrir los ojos, sintió el impacto y cayó al suelo.

Aquella historia, aquella bendita historia, en la que recibió un piedrazo de un hincha en la cabeza, de un fanático suyo, que se negó a que tres tipos de finos trajes italianos y maletín de cuero le roben la alegría.

Facundo Bianco.






2 comentarios:

Anónimo dijo...

cuento atrapante, super ilustrativo y sorpresivo. Fantasia o realidad, el final hace acción el sentimiento de varios y simboliza mucho de lo que el futbol es hoy, en lo que se convirtió.
felicitaciones, esta buenisimo!
L

Anónimo dijo...

La eterna dicotomía del querer aferrarse a esa "alegría" y defenderla a cualquier precio porque, a veces, es la única alegría que se tiene...

Emotivo cuento.

Siempre es interesante leer algo que nos deje pensando...

Me encantó. Ahora espero escuchar la grabación.

Besos,

E.