domingo, 13 de enero de 2013

Cuentazo.



El día que el Tite se volvió loco

Por Alfredo Merlo


 

El día que el Tite se volvió loco fue el día más feliz de su vida, y el de tantos otros de acá del pueblo. Dos hechos increíbles lo hicieron posible: el equipo del pueblo salió campeón por primera vez de la liga, le arrebató la copa en la última fecha a uno de los cuadros más tradicionales de la ciudad, que está a unos tres kilómetros por el camino de tierra y a seis si se viaja por ruta. Y a Giustozzi, la única voz que por entonces tenía nuestra radio, no sé qué enfermedad lo había arrumbado en la cama con pronóstico reservado. Un par de meses antes el Tite había escuchado el relato del gordo Muñoz del gol de Maradona a Fillol, la noche en la que el Pato besó el barro de la Bombonera. Soñaba con ser relator pero Giustozzi, como todo buen pueblerino celoso de la prestación por la que se había hecho un nombre, no le daba micrófono más que para anunciar los cumpleaños del día a las 7 de la tarde. Y cumpleaños había tan pocos que por insistencia del Tite se mencionaban hasta los nacimientos de las mascotas y los aniversarios de bodas. Imagínese cómo estuvo aquella semana previa al partido. La radio había cerrado, la vecina de Giustozzi guardaba las llaves y tenía orden del convaleciente de entregárselas al chico al término del partido, para que este anunciara el resultado e hiciera un breve comentario para los pueblos vecinos, en caso de que no le dieran el alta y no pudiera estar ese domingo. Lo habían internado en la ciudad: desde el martes el Tite se repartió entre guardias en el camino de tierra y en la bajada de la ruta, a la espera de una ambulancia que indicara el regreso del enfermo y el final de su sueño. El sábado a la tardecita, cuando ya casi estaba convencido de que el siguiente sería su día de gracia, la vecina de Giustozzi se apersonó en su casa y le entregó las llaves de la radio: “No llega. Pero portate bien, que el viejo fue clarito: cinco minutos después del partido y te pegás la vuelta”.
Del partido no hace falta agregar demasiado. Un 2 a 2 disputadísimo hasta los treinta minutos del segundo tiempo, cuando nuestro equipo metió dos goles más y lo definió. Con el empate, por la derrota del que venía segundo, igual nos hubiera bastado para ser campeones. Los partidos no se transmitían, Giustozzi apuntaba las jugadas más destacadas para después hacer el comentario en el espacio de los domingos a la noche, que además venía con las novedades que había habido durante el fin de semana. El Tite repitió el hábito de su padrino radiofónico. Se fue con su cuadernito y unas cuantas biromes, aunque de tan nervioso que estaba se olvidó de usar el cuaderno y se le perdieron las biromes. Su memoria fanatizada, que ya había tomado una decisión, lo registró todo. Cuando el árbitro dio el final y el pueblo entero abundó la cancha, se fue corriendo para la radio a preparar la salida al aire para el comentario.
La radio estaba a casi un kilómetro de la cancha, en la otra punta del pueblo. Eran apenas cuatro paredes de ladrillo sin revocar y un techo de chapa a dos aguas que sostenía la antena y el tanque de agua.
Media hora después del final del partido, los paisanos habían sacado las mesas afuera del club y tomaban vino al aire libre, una ceremonia que prometía durar hasta muy tarde. El viejo Valbuena, que había perdido el habla pero escuchaba como un perro de caza, lo advirtió primero que todos. Empezó a temblar en la silla y como a gritar con la mirada. Alguien se dio cuenta que al viejo le pasaba algo, abriéndose paso entre todas esas panzas de borrachos llegó hasta Valbuena y pegó el grito desesperado, quitándose la boina y dejando el vaso de vino en una de las ventanas del club: “El Tite está re loco. El Tite se volvió re loco”. Todos apretujados lo más posible contra la silla donde Valbuena había apoyado la radio, empezaron a escuchar el relato “en vivo” del partido que habían visto hacía un rato, y cuyo resultado se habían reunido para festejar. El Tite no solo se había rebelado contra la costumbre de hacer simplemente un breve comentario, relataba inventando casi todos los detalles del partido. Al principio el diagnóstico de locura no generó respuesta porque más de uno, borracho hasta la médula como estaba, habrá pensado que en realidad los locos eran ellos. Más de uno esperó que saltara el de al lado. Imagínese, un papelón de borrachera no se quita tan fácil de encima en un pueblo que es un pañuelo y donde todos tienen esposa. Pero cuando el partido devino en una epopeya casi como si estuvieran asistiendo a la vuelta de Ulises, se escuchó como un suspiro de consternación general y empezaron los intercambios de opiniones. La Gorda Matozas avisó que ni loca sería ella quien le fuera a dar la noticia a la Amalia, la madre del Tite, de que su hijo había enloquecido. “Pero no se escandalicen – ordenó Corbalán – el Tite se puso bien en pedo para festejar. Como nosotros, manga de borrachos-. De a ratos se callaban y otra vez todos juntos, embobados por la idea fantástica de ser campeones nuevamente, se arrimaban con pasitos cortos hacia donde estaba la radio para escuchar. El viejo Valbuena lloró cuando el Tite nos hizo echar a dos jugadores. Ibamos perdiendo y nuestro escolta goleaba a su rival, se nos escapaba el campeonato. De repente, el Conejo Tarantini hizo un penal. En esta parte del relato Corbalán, que había minimizado el asunto hacía un par de segundos, dijo con voz resignada: “Es tarado… Pobrecito”. Pero nadie le dio importancia porque enseguida el nueve nuestro empató con un cañonazo al medio del arco. Increíble, como no había anotado nada y no conocía a los verdaderos rivales, el otro equipo pasó a ser el River del 81, esos mismos jugadores a los que Maradona les había hecho el gol memorable en la noche del relato de Muñoz, que tanto recuerdo había zanjado en la memoria del Tite. Entonces los paisanos estaban como si hubieran ganado la lotería. Cuando Kempes giró en el área nuestra y el Caña Otaviola fue al piso quitándole la pelota limpita lo festejaron como si hubieran visto al Caña barrerse con la última gota de sangre. La tensión de vez en cuando enflaquecía cuando el partido increíblemente retrocedía. Se ve que el Tite, entre tanta desmesura emocional, nunca perdió la cordura por completo. Porque con semejantes monstruos del otro lado era imposible que lo ganásemos en tan poco tiempo. Había dicho que faltaban tres minutos para el final, pero después del quite de Otaviola iban once del segundo tiempo. Y enseguida Alfredo Buzaniche, el siete nuestro, le ganó en el mano a mano a Passarella y metió el tercero: 3 a 2; ya el árbitro había marcado un minuto de adición. A Buzaniche, que estaba estacionando la F 100, se le colgaron de la camioneta y lo felicitaron como si acabara de ser padre.
Terminó el partido y fuimos campeones. Todos los paisanos salieron caminando para la radio a felicitar al Tite; iban cantando por el campeonato. Tres o cuatro llevaban radios portátiles para no perderse el post partido, que describió con desenfreno la emoción de los nuestros y el desespero de los otros. Labruna se le había ido encima al árbitro y protestaba como un endemoniado. El relator oyó los ruidos de la caravana que se aproximaba y entonces fue cuando algo mágico ocurrió. O el Tite creyó que estaba ocurriendo, que es exactamente lo mismo. No había prendido la luz por temor a que la vecina de Giustozzi se diera una vuelta por la radio y abortara la comedia esa del partido contra River. Sentado casi a oscuras, vio caer y sintió caer agua. Agua y más agua, gotones filtrándose por las aberturas del techo, le mojaban el micrófono y le impedían seguir con la transmisión. Se acordó del Gordo Muñoz, de aquella noche en la que la Bombonera era un barrial de tanta lluvia que había caído. Con las últimas fuerzas que le quedaban, tratando de emular la voz del Gordo, gritó: “Diluvia torrrrrrencialmente en la localidad de Carlos María Naónnnnnnnn”. Afuera el bullicio se apagó súbitamente. Con el pánico de quien no está acostumbrado al reconocimiento y sabe que lo merece, entornó la puerta de la radio y asomando la cabeza se encontró con su público. Los paisanos tenían la vista clavada en el cielo, despejado y soleado como si fuera el rostro de la alegría. Alguien señaló el techo de la pequeña estación de radio: el tanque de agua había rebalsado. El Tite estaba un poco loco, pero qué feliz había sido.



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