martes, 23 de octubre de 2007

Black Power.



Después de muchas peleas en el Comité Olímpico Internacional, se había decidido que la Ciudad de México fuera sede de los Juegos Olímpicos a disputarse en el año 1968. México se convertía así, en el primer país de América Latina en albergar a los deportistas más destacados del mundo.

La historia da cuenta de que la década de 1960 estuvo plagada de acontecimientos de gran relevancia política y el desarrollo de estos juegos no iba a estar al margen del clima de la época. La historia de las olimpíadas de México no tiene un comienzo para nada feliz. Los juegos tenían fecha de inauguración para el 12 de octubre. Aquí encontramos el primer hecho desafortunado, si tenemos en cuenta la fecha y lo que simboliza para América Latina. Pero no contentos con esto, México acababa de experimentar la denominada Masacre de Tlatelolco el 2 de octubre. Casi 300 personas fueron asesinadas en la Plaza de las Tres Culturas, como reprimenda a sendas movilizaciones obreras y estudiantiles. Pero nada parecía amedrentar la actitud de las autoridades mexicanas ni del comité olímpico internacional, que parecían sostener que ninguna circunstancia (ni siquiera una de la índole de la Masacre de Tlatelolco), iba a tener el suficiente peso como para suspender una olimpíada.

Todos estos acontecimientos generaron un clima enrarecido en Ciudad de México lo que ocasionó que no asistiera tanto público como el esperado.

Finalmente, los Juegos Olímpicos fueron inaugurados y no sólo que fue la primera vez de América Latina como sede de tal evento, sino que también fue la primera vez que una mujer llevó la antorcha olímpica.

Estados Unidos, según las predicciones, reunió a uno de los mejores equipos de atletismo de la historia. Sin embargo, la política empezó a jugarle una mala pasada. Tommie Smith y John Carlos que, respectivamente obtuvieron el oro y el bronce en la carrera de los 200 metros, acudieron a la entrega de medallas sin zapatos y con calcetines largos negros. Mientras sonaba el himno de EEUU, los dos alzaron una mano enguantada en negro y con el puño apretado como símbolo del Poder Negro. El Poder Negro fue un movimiento político que nació a mediados de la década del 60 para expresar una nueva conciencia racial sobre los negros de los Estados Unidos. Para algunos afro americanos el Poder Negro representaba la dignidad racial en tanto planteaba una independencia tanto económica como política respecto de los blancos. Pareció un gesto espontáneo pero, en la tradición política de 1968, en realidad fue el resultado de una serie de reuniones mantenidas por los atletas. Compraron los guantes negros porque pensaban recibir las medallas de Avery Brundage de 81 años y presidente del Comité Olímpico Internacional. Seguros de que ganarían las medallas, plantearon utilizar los guantes para rechazar la mano de Brundage.

Sin embargo, hubo un cambio de planes y Brundage estaba en un acontecimiento diferente. Los aficionados observadores quizá notaron que habían compartido un par de guantes. Smith utilizando la mano derecha y Carlos, la izquierda. El otro par lo llevaba el corredor de 400 metros Lee Evans, compañero de equipo y de aula de Harry Edwards en la Estatal de San José. Evans se hallaba en las gradas correspondiendo al saludo de Poder Negro pero nadie lo advirtió.

Al día siguiente, Carlos fue entrevistado en uno de los principales bulevares de México. Dijo: “Queríamos que todos los negros del mundo, el tendero y el zapatero remendón, supieran que cuando esa medalla cuelga sobre mi pecho o en el de TOmmie, lo hace también sobre el suyo”.

El Comité Olímpico Internacional, BRundage en especial, estaba furioso. EL contingente estadounidense se dividió entre aquellos que se sentían ultrajados y quienes querían mantener unido a su extraordinario equipo. El comité amenazaba con suspenderlos a todos. En lugar de ello se conformaron con que el equipo suspendiera a Smith y a Carlos, a quienes se le dieron 48 hs para abandonar la villa olímpica. Otros atletas negros tb hicieron gestos políticos pero el COI hizo lo imposible para encontrar motivos por los que tales ofensas no fueran tan severas. Cuando el equipo norteamericano arrasó en los 400 metros, Lee Evans, Larry James y Ron Freeman aparecieron en la ceremonia de entrega de medallas llevando boinas negras y alzando también los puños. El COI se apresuró a puntualizar que no lo habían hecho mientras sonaba el himno nacional y, por lo tanto, no habían insultado a la bandera. De hecho, se quitaron las boinas durante el himno. Además se le concedió gran importancia al hecho de que sonrieran mientras alzaban el puño. Smith y Carlos habían esbozado expresiones alegres. Así, al igual que en los tiempos de la esclavitud, el negro sonriente en actitud no amenazadora, no sería castigado.

Tampoco el ganador de la medalla de bronce en salto de longitud, Ralph Boston, que acudió descalzo a la ceremonia, merecería condena alguna por su protesta. El saltador de longitud Bob Beamon, que en su primer intento saltó 8 metros y 90 centímetros, batiendo el récord mundial por más de 60 cm, recibió la medalla de oro con el pantalón de chambal arremangado para mostrar unos calcetines negros lo cual también se aceptó.

El incidente de la entrega de medallas de Smith y Carlos casi no llamó la atención en el atestado estadio olímpico. Fue sólo la cobertura televisiva, un primer plano de los dos atletas como si todo el estadio les contemplase, la que hizo de aquél uno de los momentos más recordados de los juegos de 1968.

Smith, que había batido todos los récords vio eclipsada toda su carrera por el incidente pero siempre que le preguntaban al respecto contestaba: “Estábamos allí para defender los derechos humanos y a los negros norteamericanos”.

Lamentablemente, las autoridades no hicieron la misma lectura que Smith y, por lo tanto, decidieron, una vez más, cercenar a las minorías suspendiendo de la competición a quienes bogaban por la igualdad social.

Otra injustita cometida en nombre del “orden establecido” que no hizo más que reafirmar que queda mucho camino por recorrer hasta alcanzar una vida plena en cuestiones de integración.


Fragmentos extraídos del libro "1968, el año que conmocionó al mundo" de Mark Kurlansky, compaginado por Evangelina Diaz Quijano.


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