viernes, 4 de abril de 2008

Celeste y Rojo (Cuento).


Celeste y rojo


Caminaba hacia el bar pero se detuvo un poco antes de llegar a la puerta. Un perro viejo se había echado sobre el colchón de hojas amontonadas por el viento; ahí, quieto, parecía no respirar. Él se agachó y con un pedazo de corteza seca lo tanteó en la barriga. El perro estiró una pata y luego, lentamente, giró la cabeza: tenía los ojos de piedra. Él le acarició el lomo y se levantó, sosteniéndose de la pared. Dale Arsanal leyó en letras que le parecieron su letra, pintadas con aerosol rojo. Respiró profundo el aire frío, se acomodó la camisa y el pulóver dentro del pantalón y subió el cierre de la campera hasta el cuello. Llegó al bar, empujó la puerta y entró.

El bar era un mostrador, algunos bancos altos, el billar y una mesa redonda donde cuatro hombres jugaban generala triple. La poca luz provenía de la calle, toda la que podía entrar a través de los vidrios mugrientos. Sobre la mesa se mezclaban los vasos a medio tomar, los cigarrillos, los dados que iban y venían, y las apuestas: fichas amontonadas en el centro.

—Qué hacés acá, pibe, ¿no deberías estar guardado vos? —lo saludó Ángel.


—Vine a despedirme, me voy.


Ángel dejó un dado y metió los otros adentro del cubilete. Lo miró con desconfianza.


—Un as te va en segunda. —El jugador de la derecha señalaba una planilla escrita en lápiz, tres columnas de números ordenados de alguna manera.


—A mí también me gustaría irme a algún lugar —dijo Ángel, y encendió un cigarrillo con otro que hacía equilibrio en el borde de la mesa.


—¿Te anoto o no te anoto? —insistió el jugador.


Ángel hizo una seña, tomó un trago y, con la vista puesta en la mesa, dijo algo a modo de despedida.

En la calle había empezado a llover. El perro parecía no tener fuerzas ni para resguardarse. Lo tomó de la cola y lo arrastró despacio hasta el rectángulo seco bajo el balcón de chapa de la casa de al lado. Sintió el viento en la cara y escuchó el silbato del tren detrás del murmullo de la avenida Mitre. Caminó pensando en lo que, días atrás, le había dicho el Ruso.


—Tres —le había dicho—, con tres estás al pelo. Si te tomás cuatro sos capaz de pelearte con un gorila.


Llegó a su casa y entró por la puerta del patio. Su madre no estaba. No quiso mirar hacia ningún rincón, sintió que cualquier cosa podía haberlo hecho dudar, haberlo detenido. Tomó la mochila y metió el walkman y la bandera de Arsenal de Sarandí. Tomó la plancha de pastillas, sacó todas las pastillas y se las metió en la boca. Masticó y bajó el amasijo con agua. Celeste y rojo, pensó; y salió de la casa.


Tenía cuatro cuadras hasta la avenida Mitre y, después de cruzarla, unos metros más hasta la escalera del viaducto. Celeste y rojo, se le cruzó otra vez sin saber por qué. Sólo los colores, los dos colores que estaban ahora en su mochila y caminó casi feliz por el descubrimiento de esa idea: celeste y rojo todo junto atrás en la mochila. El corazón se le aceleraba y casi no podía respirar. Como en un sueño, su cuerpo lo llevaba a través de la tormenta, las calles vacías, las hojas de otoño bajo sus pies dormidos.

De pronto se encontró frente a la escalera del viaducto sin recordar haber cruzado la avenida. Encendió el walkman y comenzó a subir los escalones de hormigón. La escalera que lleva a la estación Sarandí del Ferrocarril Roca, una isla de cemento entre dos vías.


Las piernas se le aflojaban y sentía la transpiración más helada que la lluvia. La música era apenas un susurro al oído, entonces subió el volumen y se concentró en la canción. Hablaba de alguien que se iba lejos, a otro país. Pensó en lo que sería vivir en otro país, en la serenidad y en la lejanía que parecían estar incluidas en esas palabras. Caminaba por el andén. Trataba de pensar en fútbol, en alguna tarde de sábado guardada sólo ahí, en su memoria, y que por eso estaba destinada a perderse para siempre. Recordó un gol cualquiera, tal vez inventó uno, un gol al Porvenir. Celeste y rojo todo junto atrás en la mochila, pensó, y saco la bandera, se la ató al cuello, la vio agitarse en el viento. Subió más el volumen del walkman: los que no pueden más se van, decía la canción. Entonces bajó a las vías y extendió los brazos, con los colores flotando en el aire, como un pájaro sereno, un ser invencible. El silbato del tren, el bulto enorme salido de entre las sombras. Los que no pueden más se van, se van: eso decía ahora la canción.


Pablo Ramos.




1 comentario:

Anónimo dijo...

La fiebre de un sábado azul
y un domingo sin tristezas.
Esquivas a tu corazón
y destrozas tu cabeza,
y en tu voz, sólo un pálido adios
y el reloj en tu puño marcó las tres.
El sueño de un sol y de un mar
y una vida peligrosa
cambiando lo amargo por miel
y la gris ciudad por rosas
te hace bien, tanto como hace mal
te hace odiar, tanto como querer y más.
Cambiaste de tiempo y de amor
y de música y de ideas
Cambiaste de sexo y de Dios
de color y de fronteras
pero en sí, nada más cambiarás
y un sensual abandono vendrá y el fin.
Y llevas el caño a tu sien
apretando bien las muelas
y cierras los ojos y ves
todo el mar en primavera
bang, bang, bang
hojas muertas que caen,
siempre igual,
LOS QUE NO PUEDEN MAS, SE VAN.

Viernes 3 AM - Serú Girán -
La grasa de las capitales.

E.