domingo, 5 de agosto de 2007

Obdulio Varela y el Mundial del 50.

El Mundial del 50

Nacía la televisión en colores, las computadoras hacían mil sumas por segundo, Marilyn Monroe asomaba en Hollywood. Una película de Buñuel, Los olvidados, se imponía en Cannes. El automóvil de Fangio triunfaba en Francia. Bertrand Russell ganaba el Nobel. Neruda publicaba su Canto general y aparecían las primeras ediciones de La vida breve, de Onetti, y de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz.

Albizu Campos, que mucho había peleado por la independencia de Puerto Rico, era condenado en Estados Unidos a setenta y nueve años de prisión. Un delator entregaba a Salvatore Giuliano, el legendario bandido del sur de Italia, que caía acribillado por la policía. En China, el gobierno de Mao daba sus primeros pasos prohibiendo la poligamia y la venta de niños. Las tropas norteamericanas entraban a sangre y fuego en la península de Corea, envueltas en la bandera de las Naciones Unidas, mientras los jugadores de fútbol aterrizaban en Río de Janeiro para disputar la cuarta Copa Rimet, después del largo paréntesis de los años de la guerra mundial.

Siete países americanos y seis naciones europeas, recién resurgidas de los escombros, participaron en el torneo brasileño del 50. La FIFA prohibió que jugara Alemania. Por primera vez, Inglaterra se hizo presente en el campeonato mundial. Hasta entonces, los ingleses no habían creído que tales escaramuzas fueran dignas de sus desvelos. El combinado inglés cayó derrotado ante los Estados Unidos, créase o no, y el gol de la victoria norteamericana no fue obra del general George Washington sino de un centrodelantero haitiano y negro llamado Larry Gaetjens.

Brasil y Uruguay disputaron la final en Maracaná. El dueño de casa estrenaba el estadio más grande del mundo. Brasil era una fija, la final era una fiesta. Los jugadores brasileños, que venían aplastando a todos sus rivales de goleada en goleada, recibieron en la víspera, relojes de oro que al dorso decían: Para los campeones del mundo. Las primeras páginas de los diarios se habían impreso por anticipado, ya estaba armado el inmenso carruaje de carnaval que iba a encabezar los festejos, ya se había vendido medio millón de camisetas con grandes letreros que celebraban la victoria inevitable.

Cuando el brasileño Friaça convirtió el primer gol, un trueno de doscientos mil gritos y muchos cohetes sacudió al monumental estadio. Pero después Schiaffino clavó el gol del empate y un tiro cruzado de Ghiggia otorgó el campeonato a Uruguay, que acabó ganando 2 a 1. Cuando llegó el gol de Ghiggia, estalló el silencio en Maracaná, el más estrepitoso silencio de la historia del fútbol, y Ary Barroso, el músico autor de Aquarela do Brasil, que estaba transmitiendo el partido a todo el país, decidió abandonar para siempre el oficio de relator de fútbol.

Después del pitazo final, los comentaristas brasileños definieron la derrota como la peor tragedia de la historia de Brasil. Jules Rimet deambulaba por el campo, perdido, abrazado a la copa que llevaba su nombre:

—Me encontré solo, con la copa en mis brazos y sin saber qué hacer. Terminé por descubrir al capitán uruguayo, Obdulio Varela, y se la entregué casi a escondidas. Le estreché la mano sin decir ni una palabra.

En el bolsillo, Rimet tenía el discurso que había escrito en homenaje al campeón brasileño.

Uruguay se había impuesto limpiamente: la selección uruguaya cometió once faltas y la brasileña, 21.

El tercer puesto fue para Suecia. El cuarto, para España. El brasileño Ademir encabezó la tabla de goleadores, con nueve tantos, seguido por el uruguayo Schiaffino, con seis, y el español Zarra, con cinco.

Eduardo Galeano (Uruguay) “El fútbol a sol y sombra”


Obdulio Varela

En 1990, cuando se cumplían cuarenta años de la hazaña del Maracanazo, un periodista brasileño viajó a Montevideo para entrevistarlo. Tocó timbre en su casa de la calle 20 de febrero 3030, en el barrio de Villa Española. La figura inconfundible, aun con el paso del tiempo, apareció tras la puerta marrón y escuchó los ruegos en el mejor portuñol posible. Pero nada. No quiso saber nada con una nota. Entonces, el cronista se sentó a esperarlo. Pasó cinco días sentado en el cordón de la vereda a la espera de una respuesta afirmativa pero nada.

Hasta que el hombre, Jacinto Obdulio Varela, el caudillo del Mundial 50, el hombre de la pelota debajo del brazo, el mito, se apiadó de él y lo recibió. Debe haber sido el último… Obdulio ya no quiere hablar. Y mucho menos recordar. “Ni jugar al truco, puedo…”, se lamenta, a manera de disculpa.

Mantiene la imagen de hombre entero, digno, altivo en su sencillez. Lleva las uñas largas, larguísimas, y cada 20 de septiembre, día de su cumpleaños, se despierta con la Banda del Ejército tocando frente a su casa, la misma desde 1964. Allí deja que se vayan los días mansamente, junto a su mujer, y de vez en cuando contempla ese rincón que él mismo llamó, en otros tiempos, “de los recuerdos” poblado de imágenes y de fotos amarillentas. Sí, también de fantasmas… Ya no quiere hablar de aquello, casi lo fastidia.

En 1966, el prestigioso periodista uruguayo Franklin Morales le hizo una nota al Negro Jefe, la primera en la que hablaba de los hechos del Maracaná y la última con definiciones tan tajantes como las que no quiso volver a repetir jamás. Hoy, a once años de su muerte, vale señalar aquellas declaraciones de este ícono del fútbol charrúa:

- ¿El Maracanazo? Fue una lotería. Compramos un billete y salió con la grande. Ellos tenían un gran equipo, nosotros también, pero un partido de esos siempre se gana con mucha suerte. ¿La pelota bajo el brazo cuando Brasil se puso 1 a 0? Eso se agrandó mucho. Rossi o Perucca habrían hecho lo mismo. Recién comenzaba el segundo tiempo, llegó el gol de Friaza, las tribunas eran un infierno, volaban más cohetes que en un remate y tenía que hacer lo que hice. Demorar en lo posible la reanudación, porque si nos movíamos enseguida nos comíamos cinco. Logré el propósito, de la alegría pasaron a los silbidos, se pusieron nerviosos, nosotros nos tranquilizamos y entonces sí largué la pelota. Estuvo al borde de la expulsión, pero hasta en eso tuve suerte. Después llegaron los goles de Schiaffino y de Ghiggia. Nada más.

El oyente no entrenado en anécdotas mundialistas, se estará preguntando qué fue lo que realmente sucedió en aquella mítica final. Bien, lo que pasó fue que Brasil que, jugaba de local en un estadio construido especialmente para la ocasión, con una torcida enfervorizada alentando, consiguió marcar un gol a los dos minutos del segundo tiempo de aquella final de 1950. Así, el equipo favorito, se ponía en ventaja en la contienda. Acto seguido, Obdulio Varela tomó rápidamente la pelota, y sin desprenderse de ella se dirigió al juez, Mr. George Harris de Inglaterra, para quejarse dado que para él, ese gol debía anularse; había sido hecho en situación de fuera de juego. Obviamente, el Negro Jefe hizo su reclamo en el idioma español, pero como el árbitro de las Islas Británicas no hablaba dicho idioma, hubo que llamar a un intérprete; este tardó en llegar, con lo cual el tiempo estaba pasando y por dicho motivo el reinicio del juego se demoraba. Según se comenta, en aquel momento Obdulio comentó: “Yo había visto al juez de línea levantando la bandera. Claro, el hombre la bajó en seguida, no fuera que lo mataran. Me insultaba el estadio entero por la demora del juego, pero no tuve temor… ¡Si me banqué aquellas luchas en canchas sin alambrado, de matar o morir, me iba a asustar allí, que tenía todas las garantías! Sabía lo que estaba haciendo. Ahí me di cuenta que si no enfriábamos el juego, esa máquina de jugar al fútbol nos iba a demoler. Lo que hice fue demorar la reanudación del juego, nada más. Esos tigres nos comían si les servíamos el bocado muy rápido”. Bueno; lo que sucedió después de esta maniobra estratégica perfecta, es que los brasileños se desorientaron, parecían no entender que estaban dentro de un campo de juego; estaban asustados. A los 17 minutos del segundo tiempo Shciaffino empata el partido. Finalmente, el jugador Ghiggia, tras una jugada inesperada, marca el segundo tanto para Uruguay. Instantáneamente, ese monstruo llamado Maracaná, que había nacido para albergar la gloria del Brasil, pasó a convertirse en el telón de fondo sobre el cual los rioplatenses dibujaron su mejor página futbolística.

Sin embargo, en contraposición a lo que representa esta hazaña en el imaginario popular uruguayo, es el propio Obdulio Varela o Negro Jefe (según el oyente lo prefiera), quien en su última entrevista, deja flotando la idea de la otra cara de la moneda de la hazaña de 1950: “Maracaná fue un accidente. Y es un error pensar que eso permanece, para siempre… Provocó que el fútbol uruguayo se acostara a dormir la siesta”


Evangelina Diaz Quijano



1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué bueno esta el bloggggggggggggggggg!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

Me gusta el Blog y miedo escénico...que voy a hacer je ne sais pas...